Hay una tendencia absurda, estúpida, injusta y peligrosa de agrupar todas las películas que denominamos “de cine español” en el mismo rincón. Una idea que defiende que las películas españolas se ven, o deben verse, desde el mismo prisma. Una costumbre de mezclar churras y merinas, dándole la misma categoría a cada película que sale de este lugar que llamamos España. El ridículo empeño de hacernos creer que el lugar común es signo de que debemos establecer una especie de marca, que ninguno se cree del todo. Siempre he sido enemigo de esas marcas, así que naturalmente no puedo apoyar esta chorrada.
Y conste que lo comprendo, que entiendo la causa. Porque es obvio que un lugar común da lugar a reflexiones, sueños y miedos comunes. Y costumbres muy parecidas. Un lugar común hace un sitio reconocible, y nos identifica de algún modo. A pesar de empeños incansables de nacionalistas extremistas y demás gilipollas. No es que España me identifique más allá de lo que me identifica el mismísimo Mediterráneo. Nunca me puso en pie la maldita bandera que tenemos, y el himno nacional –aburridísima marcha militar sin letra- me la trae floja. Una buena marsellesa, sin embargo, me pone cachondo y me emociona. No sé si me explico. Pero sí, España es un lugar en el que nací y en el que habito, y reconozco las cosas que la identifican.
Ahora bien, cuidado con mezclar asuntos de cultura y de meter a todos en el mismo saco. Porque no es lo mismo un Luis Buñuel que un Juan Antonio Bayona, por poner un ejemplo. Y ahí es donde voy. Por mucho lugar común que nos empeñemos en reconocer, no tienen nada que ver dos directores tan opuestos por varias razones de peso: dónde y cuándo nacieron, qué vivieron, cuáles fueron sus influencias, dónde viajaron y por qué, quiénes fueron sus amigos, qué cine vieron, en qué época desarrollaron sus carreras, qué quisieron contar… Vaya, que estos dos directores se pueden parecer tanto como Robert Bresson a Akira Kurosawa: prácticamente nada. Por no hablar de la evidente diferencia de calidad.
Ahora, las preguntas clave: ¿Quién representa mejor al cine español? ¿No tienen los dos el mismo derecho de representar al cine español? ¿O acaso ninguno de los dos puede representar a “nuestro cine”? En estos ejemplos precisamente, el asunto es peliagudo. Porque, de algún modo, ninguno de los dos sería un buen representante del cine español, pero ninguno de los dos puede desprenderse del todo de esa idea. Uno estuvo exiliado en Francia y en México, escribió en otros idiomas y con otros acentos, y ni aquí ha contado cosas que se identificaran tanto con lo que pensamos que es España, más allá de algún título suelto como Tristana, aunque hasta este ejemplo tiene un sospechoso aroma escandinavo, ya detectable en la novela en la que se basa. El otro ya habla más inglés que castellano, y enfoca su carrera hacia Hollywood. Por tanto: ¿los sacamos de la lista?
¿Qué es el cine español? Hay que retroceder hasta aquí para afrontar este asunto. Ni siquiera lo tenemos claro. Así, cómo diantres nos atrevemos a hablar tan ligeramente de él. Casi le daría un punto místico: el cine español es como dios, nunca lo he visto, pero sé que existe. Bromas aparte, sabemos que el cine español es el cine que ha pagado impuestos en España. En cierta ocasión alguien acusó a Alejandro Amenábar de no haber hecho una película española cuando presentó Los otros. Y él respondió: “claro que es española, preguntadle a Hacienda”. Es interesante, porque hasta qué punto es española una película así. Es una película apadrinada y en parte financiada por una estrella estadounidense, con una estrella australiana de protagonista y actores extranjeros. Pero cuenta con un equipo mayormente español. Si hablamos con éstos últimos, seguro que van a defender que la película es española, a pesar de su indiscutible sabor estadounidense. Y debido a su fama, repercusión y calidad, en las típicas retrospectivas que se hacen sobre el cine español, siempre aparece algún momento o fotograma de Los otros. Y nominar a Nicole Kidman al Goya a mejor actriz fue una descarada declaración de intenciones.
¿Cuáles son los requisitos para que una película se considere española, más allá de formalismos burocráticos y de ajustes de cuentas con la hacienda pública? Podríamos pensar que el director debe ser español. Pero eso tampoco ocurre así, teniendo en cuenta que varios de los directores españoles más representativos no han nacido aquí. Alejandro Amenábar, sin ir más lejos, es chileno. Y nuestro admirado y reconocido Fernando Fernán-Gómez nació en Perú, verbigracia. O el milanés Marco Ferreri, que dirigió dos de las películas más representativas que se han realizado aquí: El pisito y El cochecito.
Cuán representativo puede ser, capítulo aparte, el gran Víctor Erice, de quién la crítica se deshace en elogios, pero cuyos productores no han permitido realizar más de tres largometrajes en cuatro décadas. Alabado unánimemente por su escueta obra, y del que dicen que firmó con El espíritu de la colmena la que puede ser mejor película española de todos los tiempos. Sin embargo, es un cineasta mucho más conocido y admirado en países como Francia o Suecia. Es decir, cuando nos interesa, presumimos de nivel. Pero cuando nos resulta incómodo, si te he visto, no me acuerdo. Típico, por otro lado, de nuestro carácter y nuestra (in)cultura. Coherente, diría yo.
Hay otra película que me parece muy significativa, sobre todo por el tipo que la dirigió y la extraña repercusión que tuvo: Arrebato, de Iván Zulueta. Zulueta siempre ha sido un tipo incómodo para el cine y la cultura en general. ¿La razón? Su reconocida adicción a la heroína, seguramente. Una vez más, la prejuiciosa actitud de algunos se manifestaba implacable. A pesar de que muchos de ellos se codean con adictos a la cocaína, cuando no lo son ellos mismos. Hasta en estos asuntos hay elitismos. Pero, en cualquier caso, uno de los artistas más definitivos de lo que pretenden “nuestro cine” las pasó putas, a pesar de esa indiscutible obra maestra, fruto, por cierto, de su afición a inyectarse en vena. De nuevo, cuando interesa recordarla, ahí están los demagogos de siempre para decirlo en voz alta. Cuando su malogrado director resultaba incómodo entre la élite de siempre, se caía en el “¿quién es ese?”. Triste y typical spanish.
Esta manera de discriminar sucede desde bien temprano. Segundo de Chomón o Edgar Neville son ejemplos de ello. O el gran José Val del Omar. Como casi siempre, han sido reconocidos mucho después de su muerte, porque en su momento su tremendo avance, sus interesantes propuestas, su visión transgresora, su hermosa poesía y su descarada genialidad, fueron ignoradas por los memos de siempre.
El cine español es una gran familia, pretenden hacernos creer. Y entiendo que, en cierta medida, se puede pensar que es así. Pero cuando te topas –como en casi todos los ámbitos- con el peloteo, los celos, las envidias, las trabas, la mala fe, la hipocresía y la mala leche que es habitual, se te desmorona el buen rollo que uno se empeña en tener, con frecuencia autoimpuesto por el deseo de que le dejen a uno contar una historia.
A veces me parece de risa, volviendo a los repasos que ciertos canales suelen hacer a “nuestro cine”, cuando abren con el famoso corte de navaja de Un perro andaluz, es decir, Un chien andalou, película verdaderamente francesa, característica de una vanguardia europea que aquí no se entendía ni compartía, y que proponen un maño y un catalán que se pasaron décadas fuera, uno de ellos exiliado y perseguido. Esto abre un tema muy interesante, porque la persecución franquista provoca reacciones artísticas curiosas, brillantes en ocasiones, resueltas por artistas inteligentes y esquivos. Recordemos el famoso menage a troi de Viridiana, encubierto con una partida de cartas. Asimismo, los franquistas se empeñaron en financiar proyectos típicamente propagandísticos, donde trataban de ensalzar “lo español”, con productos de calidad muy variada y suerte desigual. Pero pone en duda, una vez más, y de un modo muy contundente, la procedencia o pretendida nacionalidad de ciertas películas.
Otra reacción que provocó casi cuarenta años de implacable y nefasto régimen, fue la llamada “época del destape” y el “landismo”, íntimamente asociados. Una reacción lógica y necesaria a esa época gris que identificó España durante tanto tiempo. Y aquí sí noto cierta coherencia y aspectos bien identificables. Porque las películas surgidas en este movimiento –que por cierto, de haberse realizado en Francia, Dinamarca, Italia o Estados Unidos, se estudiaría con sumo interés-, eran mucho más que una excusa para mostrar las tetas que tanto se habían empeñado en tapar los falsamente puritanos, retrógrados y a menudo analfabetos franquistas. Había pechos para alegrar la vista del personal, pero sobretodo encontrábamos la muy conocida miseria que nos ha formado, esa alargada sombra melancólica, nostálgica e irremediablemente triste, que inundó a una sociedad que, a pesar de todo, trataba de poner buena cara y buscarse las habichuelas. Estas películas hablaron de esto, y nos representó como somos. Lo mismo que habló de la forzada migración, por ejemplo. Y recuerdo mientras tecleo aquél clásico llamado Vente a Alemania, Pepe; una película bastante más digna y bien dirigida de lo que muchos pretenden, y que podría ser perfectamente actual. Es algo habitual en las desprestigiadas “españoladas”, que envejecen mucho mejor que muchas películas que gozaron de prestigio desde su estreno.
Gran parte de estas películas se han sostenido por el oficio de sus creadores, pero sobre todo por las magistrales intervenciones de sus intérpretes, actores y actrices que no venían de otra escuela que la propia vida, y a menudo las tablas de un teatro. El trabajo les formó, y les dio esa naturalidad insuperable que recordamos y que tan bien envejece. Los que muchas veces se han denominado “cómicos”, de forma casi peyorativa, son en verdad grandísimos actores, con oficio y portentoso talento, que hacían creíble cualquier frase y situación, por retorcida, escatológica, surrealista, excéntrica o extraña que fuera. En mi opinión, ellos hicieron nuestro cine, si alguien lo hizo alguna vez.
Asimismo, tampoco es habitual encontrarnos en las retrospectivas y resúmenes de nuestro cine, películas filmadas en euskera, catalán o gallego, ni con acento descaradamente andaluz, por ejemplo. A pesar de los muy políticos premios y las estrategias obvias, capaces de hinchar a Goyas a películas como Pa negre, o proponer a Loreak en círculos importantísimos. Y hago un alto en Carmina o revienta, porque es la primera película estrenada a la vez en salas, televisión e internet, acontecimiento que merecía bastante más difusión y respeto del que gozó. A lo mejor su acento sevillano tan cerrado incomodó a más de uno. Eso sí, cuando toca, bien que le hacen la pelota al bueno de Paco León o María León. Invito a la reflexión de esto, porque el tema es peliagudo. Capítulo aparte son las famosas co-producciones hispano-argentinas, colaboraciones más prolíficas que las realizadas con otros países. Si la película es buena, se destacará como más española. Pero si no satisface al personal, acaba siendo más argentina.
Hay una frase que casi todos hemos pronunciado alguna vez, y que me parece odiosa e injusta, contra la que me he empeñado en luchar: “esta película no está mal, para ser española”. Qué tontería de frase, y qué poca perspectiva se demuestra al soltar esa sandez. Y esa mala fe que se demuestra al decirla, tan nuestra por otra parte, trata una vez más de hacer marca. Marca de lo cutre, para más inri. El deleznable reconocimiento de que aquí se trabaja mal y que, de manera muy excepcional, a veces conseguimos parecernos a los demás, haciendo algo de relativa calidad. Somos gilipollas hasta para eso.
Ese es, quizás, uno de los empeños más ridículos de productores y distribuidores: tratar de hacer películas al estilo de otros lugares, fundamentalmente al estilo estadounidense. Es decir: jugar en una liga que nos queda grande. Cuando lo hacemos, no sólo perdemos identidad, si no que con frecuencia nos metemos en un problema que no sabemos resolver. Hacemos el ridículo, o sea. Porque nos empeñamos en contar historias que no nos pertenecen, y hacerlo de un modo, con un estilo, con unos valores, que no son propios. Nos empeñamos en imitar, y en imitar mal. Cuando en verdad, maldita la falta que nos hace. Por eso respondemos con esa odiosa frase del “no está mal…” Porque el público, a veces, no es tan tonto como parece. Y reconoce los estilos y las intenciones. Por lo que la comparación es inevitable, y ahí la cagamos a base de bien. Pues de pronto se nos ocurre copiar una película representativa de un cine que, seguramente, otros lleven haciendo durante muchas décadas. Pero lo intentamos hacer con menos recursos, menos experiencia y muchísimo menos dinero. El resultado, por muy bueno que sea, es difícil que esté a la altura de otros productos reconocibles. Ejemplo: El niño, de Daniel Monzón. Una película que acoge un estilo estadounidense muy marcado, con las habituales persecuciones y no mucha más ambición que la de entretener, cosa que jamás voy a criticar. Pero se queda a medias en todo. Parte de un conflicto real e interesante, con tres países implicados en una zona caliente. E insisten en hacer una historia de aventuras no muy bien contada ni demasiado bien resuelta. Y claro, de nuevo la frasecita como respuesta. Normal.
Hasta La isla mínima, del interesante Alberto Rodríguez, sufre esta tendencia. Aún reconociendo que es una buena película, bebe tanto de productos exportados de la HBO como del cine típico de Estados Unidos, lo que hace que siempre esté uno con la mosca detrás de la oreja, aunque que reconozcamos a esa España profunda tan bien retratada, y a un Guadalquivir con muy mala leche. Le sale bien, pero no sobresaliente.
¿Por qué insistir en esto? Realmente tenemos aquí una fuente de inspiración interesantísima y vasta. Lo solemos llamar Historia. Y precisamente pisamos una tierra que ha visto pasar de todo. Sabemos contar historias y debemos ser inteligentes para hacerlo. No pretender copiar a nadie. Eso sí se acercaría a la idea que tantos se empeñan en defender, pero que aún nadie se cree. Y aun reconociendo que algunas de esas películas de estas nuevas tendencias son buenas, voy a responder a todo lo planteado con un nombre: Luis García Berlanga. A eso me refiero, a contar cosas nuestras verdaderamente reconocibles. ¿Debemos contar thrillers con niñas desaparecidas al estilo estadounidense? Sí, claro. Pero al hacerlo debemos saber que se nos va a comparar. A Berlanga no se le compara con nadie, porque no es comparable. Lo que cuenta es nuestro, y lo cuenta de un modo magistral. Aquí ya no es tanto la diferencia de calidad, igualmente notable en este caso. Lo que cuenta es la intención. Lo mismo con José Luis Cuerda o Carlos Saura.
Pero hay un nombre que resulta definitivo en este asunto: Rafael Azcona, el supremo e inalcanzable guionista, que supo vernos y descifrarnos como ningún otro, y afinó como nadie lo ha hecho a la hora de transmitir qué somos. Cuando veo cualquier trabajo hecho por este genial escritor, no puedo sino reconocer que, efectivamente, los españoles somos como él nos cuenta que somos. En cualquiera de las interesantes –algunas de ellas, obras maestras- películas escritas por él, pienso “así somos”. Cada situación, cada frase, cada diálogo defendido por este autor, subraya nuestro carácter, nuestra forma de pensar, y pone de manifiesto cuáles son nuestras desgracias. A menudo, nuestra desgracia es, precisamente, ser español. También nuestra extraña virtud. Si alguien identifica lo que llamamos “nuestro cine”, es este soberano guionista. Las nombradas El pisito y El cochecito, las obras maestras de Berlanga que suponen Plácido, El verdugo, La vaquilla o la trilogía de La escopeta nacional, el gran texto de ¡Ay, Carmela!, las delicias de Belle époque o La niña de tus ojos, los libretos de El bosque animado y La lengua de las mariposas, lo demuestran.