Muere Bernardo Bertolucci y me pongo de fondo la banda sonora de El último tango en París,
dispuesto a teclear con sumo respeto lo que opino sobre tan magno personaje. Me invade la nostalgia,
como no puede ser de otro modo. Y pienso en épocas pasadas y en un cine mejor. También en mejores
espectadores. Porque con él se va el último clásico del cine italiano, haciendo honor a un tópico que no
por serlo es menos cierto. Todos los titulares van a arrancar con esa observación, porque es la verdad
indiscutible, al no haber herederos dignos -frustrados los intentos vanos de Roberto Begnini- de tal puesto
de honor.
Y ser el último clásico cinematográfico italiano era de una responsabilidad inmensa. Porque
nuestros primos alimentaron social, política e intelectualmente a Vittorio de Sica, Roberto Rossellini,
Luchino Visconti, Federico Fellini, Pier Paolo Pasolini, Ettore Scola, Dino Risi, Michelangelo Antonioni,
Gillo Pontecorvo o Sergio Leone, con lo que, en mi opinión, encabeza la lista de lugares con mejor
plantilla de clásicos. En Europa, al menos. Bertolucci deja un hueco imposible de volver a llenar. Son
otros tiempos y otro cine. Es hora de estar triste, pero de revivir aquello. Y ojalá las nuevas generaciones
sepan mirar estos inconmensurables artistas con la lucidez adecuada. Porque si no son capaces de
deleitarse con Novecento, y estremecerse en su final, no son los espectadores inteligentes y sensibles de
los que me gustaría rodearme. No son dignos de los clásicos. No son dignos de Bertolucci.
Bertolucci, el lector, estaba en constante comunicación con el Bertolucci poeta, y con el
Bertolucci cineasta, sin olvidar al Bertolucci espectador. Esto lo convierte en un artista coherente y sabio,
conocedor de su entorno intelectual, social, político y religioso. Ser consciente de todo esto no le
convirtió en un insoportable pedante, sino en un poeta fiel a sus principios, por encima de convenciones,
tradiciones y modas, como debe ser. Y, aunque su cine es de verdadero autor, llega a caer en una
grandilocuencia fuera de lo común. El último emperador, su película más ambiciosa comercialmente, es
una muestra de ello.
Pero para grandilocuencia, la de la nombrada Novecento. Qué horas de disfrute ofrece con esa obra, y
qué atrevimiento, qué valentía demostró a la hora de afrontar la que viene siendo una de las obras
cumbres del cine. Y es que no hay que olvidar que, efectivamente, Bernardo Bertolucci era un cineasta
muy valiente.
Se ha ido un director único, que retrataba como nadie personajes a los que no amaba. Ahí está el
Marcello Clerici de El conformista, interpretado con sobriedad por Jean Louis Trintignant, que por
integrarse en la sociedad se alista al partido fascista, huyendo de una tragedia de juventud. Y el fascista
Attila de Novecento, muy bien defendido por Donald Sutherland. O qué decir del famoso Paul de El
último tango en París, uno de los mejores roles de Marlon Brando en toda su carrera. Bertolucci retrata su
miseria, desconcierto y dolor, y lo contrapone a su carácter violento, posesivo, al monstruo que lucha por
salir. Manipulador consciente, estratega sin escrúpulos, el director sale victorioso en su conocido “todo
vale”. El Arte es cruel, a menudo. Bertolucci muestra distancia cuando le conviene, como lo hace en casi
todo el metraje de El conformista. Pero se acerca peligrosamente, como en El último tango en París.
Claro está que su picardía le hace ver que a Brando hay que aprovecharlo. Y, desde luego, pocos autores
supieron sacar tanto de él, como lo hizo Bertolucci.
Como poeta, es un gran aliado de artistas esenciales en su carrera. Vittorio Storaro le ilumina
varias obras maestras, y Ennio Morricone le pone músicas preciosas. Y Bertolucci usa esos recursos
sabedor que el cine es algo grande, que requiere grandes formatos. Sin esa mentalidad, no existe el cine
clásico. Y así consigue varias de las secuencias más hermosas vistas en los últimos cincuenta años.
Juega como pocos en ese terreno, y obras magistrales a parte, muestra inteligencia en títulos como El
cielo protector, o la incómoda La luna, película donde de nuevo se muestra sincero y sin tapujos. Al fin y
al cabo, era un experto en mostrar temáticas, situaciones, ideas y sentimientos, que remueven al
espectador, como este particular complejo de Edipo, tan bien expuesto en esa película.
El pequeño Buda, Belleza robada o Los soñadores, aunque películas menores, acaban siendo
notables propuestas de alguien que no baja del todo la guardia. Con los autores pasa eso: ni apartando
ambición, ni relajándose, ni tropezando, ni cayendo en propuestas oportunistas y comerciales, dejan de ser
interesantes. Todas son películas elegantes, fascinantes a ratos, muy bien filmadas, y con evidente pulso
narrativo y buen gusto. Y justo de eso, de buen gusto, Bertolucci sabía un rato.
Pero hay que destacar a este irrepetible artista como provocador. Bernardo Bertolucci nos
recuerda que directores de cine como Lars Von Trier, Xavier Dolan, Gaspar Noé y, si me apuran, Michael
Hanneke (y conste que éstos dos, al menos, sí me simpatizan), son unos vulgares pedantes pretenciosos,
que tratan de provocar con trucos fáciles, que cualquier adolescente inquieto que haya leído una treintena
de libros interesantes puede proponer. Nada que ver con un auténtico provocador como Bertolucci.
Porque casi cincuenta años después de que aquí se cruzara la frontera hasta Perpignan, para poder ver El
último tango en París, aún se habla de escenas de sodomía, donde Brando ni se bajaba los pantalones.
Eran otros tiempos, de acuerdo. Pero Bertolucci, ese erudito transgresor sinvergüenza, demuestra que,
una vez más, el arte de provocar está en manos de unos pocos: los artistas realmente honestos y
consecuentes que, como él, están dispuestos a jugarse la credibilidad con una buena patada en los
genitales, o mejor, una buena penetración sin pedir permiso. Eso es lo que hace en mi inventada rivalidad
alguien como Bernardo Bertolucci a mequetrefes sobrevalorados y modernillos como Dolan o Von Trier:
sodomizar sin preguntar, recitando buenas lineas de diálogo. Y lubricando con mantequilla, por supuesto.
Por Cristian Genovés.